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la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!

El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.

—¡La comida está servida!—le anunció la doncella—. La esperan a usted.

¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.

Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa sentábase la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.

El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.

—¿Qué hay de tercer plato?—le preguntó con voz de mártir a un criado.

—Esturión a la rusa —contestó el sirviente.

—Lo he pedido yo, querida—se apresuró a decir el señor Kuchkin—. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo creía...

A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Vamos, querida señora, cálmese!—le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.