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Entró una doncella.
—Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación... un registro?—preguntó la institutriz.
—Se ha perdido un broche de la señora..., un broche que vale dos mil rublos...
—Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?
—¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.
—Sí, sí, bien...; pero no comprendo...
—Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailo, el portero... ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes... Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure...
—Pero ¡es que clama al cielo—dijo Macha, ahogándose de cólera—lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?
—Usted, señorita—suspiró Lisa—, depende de ella... Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo—perdóneme usted—una cria-