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bochorno que conocen tanto las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda—una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...

Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:

—Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.

Al ver la cara pálida, asombrada de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.

Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas estaban en desorden?... Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?...

La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se la suponía, quizás, autora de algún delito?

Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca.