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—¡Claro!—murmuraba—. ¡El culpable soy yo! ¡El es el marido y le asisten todos los derechos!

—¿Qué hablas?—preguntó Olga Ivanovna.

—¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdiición tuya y de los niños. ¡Todos soi unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

—No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

—Pregúntale a este caballerito—dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

—¡Nicolás Ilich!—balbuceo—, le suplico... Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

—¡Pregúntale!—prosiguió éste—. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...

—¡Nicolás Ilich!— gimió Alecha—, usted me había dado su palabra de honor...

—¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

—Pero díme—preguntó Olga, con las lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo—: ¿te vas con papá? No comprendo...