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Ella abre los ojos y dice con voz débil:
—Doctor, ¿podría tomar un poco de café?
—No hay inconveniente.
—¿Y me permite usted levantarme?
—Sí; pero sería mejor que guardase usted cama hoy.
—Los malditos nervios...—susurra el marido en un aparte con el médico—. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.
El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.
Al mediodía se presentan, los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se lee su escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignación: su común desventura les ha reunido con él junto a la cabecera de la enferma adorable.
A las seis de la tarde. Lisa toma a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta anécdotas regocijadas.