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—¡Varka, ve a lavar la escalera!—ordena el ama, a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...

Transcurre así el día, liega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Hay aquella noche una visita.

—¡Varka, enciende el samovar!—grita el ama.

El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar te hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

Los campesinos
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