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buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor!—dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho?—le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que estás enfermo?

—¡Me ha llegado la hora, excelencia!—contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones...

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...

—Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir?—dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.