Nos dirigimos al jardín. El doctor marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:
—¡Dios mío, qué atmósfera, qué deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón...
Su aspecto era tan juvenil que se le podía tomar por un estudiante. Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva, sencilla y franca de sus ojos grises no tenía nada que envidiarle a la de un buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y exiguo. Su perilla era poco poblada y su voz no muy varonil, aunque agradable.
Estaba de módico en un regimiento, en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de profesor.
Era ya padre de familia. Tenía mujer y tres hijos. Se había casado muy joven, siendo aún estudiante de segundo año. Se decía en la ciudad que no era feliz en su matrimonio y que vivía separado de su mujer.
—¿Qué hora es?—preguntó con inquietud mi hermana—. Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en casa a las seis.
—¡Dios mío, siempre su papá!—suspiró el doctor.
Puse a hervir agua en el samovar. Tomamos el te sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza. El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.