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la mano. En el patio, sé detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el te en la terraza.

—¿Qué se te ofrece?—le gritó el ingeniero.

—¡Excelencia! ¡Noble señor!—clamó Zichkov, echándose a llorar—. ¡Apiádese de un pobre viejo!... Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle... Me ha arruinado, y ahora me pega...

En esto entró en el jardín Ziohkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.

—No tengo que ver con vuestras riñas—dijo el ingeniero—. Id a ver al juez o al jefe del distrito.

—¡Ya he estado en todas partes!—contestó el viejo sollozando—. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?... ¡Mi propio hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!

Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre él cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco si se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.

Durante un rato, uno frente a otro, apeleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.

Desde el otro lado de la verja contemplaban la