pies a cabeza—. ¡Vamonos, mamá! No quiero seguir aquí...
—¿Y adonde quieres que nos vayamos?
—¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida...
La niñita se echó a llorar.
Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolso un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.
—Tómalo... para tí... No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Toma el pepino, cómetelo...
Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fué tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dió cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.
Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tomar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.
El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.
El mal humor del señor Kucherov subió de