marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua... ¡Es dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó a reir, como si lo que decía fuera donosísimo.
Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban, cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.
—Sí, vivimos en la miseria—dijo Rodion—. Siempre angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin embargo... Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...
—Pero, en cambio, seréis felices en la otra—dijo Elena Ivanovna para consolarles.
Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.
—No le dé usted vueltas, señora—dijo Estefanía—; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, anises ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar... ¡Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará. No, querida señora,