dríamos seguir sin él—dijo Volodka con enojo—. No lo necesitamos...
—Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión...
—¡Al diablo el puente!—Nadie te pregunta si lo quieres o no.
—¡Al diablo!—repitió, furioso, Volodka—. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...
Alguien llamó, a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.
—¿Está ahí Volodka?—se oyó gritar a Zichkov hijo—. Ven, Volodka... Te espero.
Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.
—¡Más vale que no salgas!—le dijo con timidez su padre—. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!
—¡Sí, no vayas con ellos!—suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar—. De fijo iréis a la taberna...
—¡A la taberna!—repitió Volodka, burlándose.
—¡Y vendrás otra vez como una cuba!—dijo Lukeria, mirándole airada—. ¡Sinvergüenza!... ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
—¡Cállate!—le amenazó Volodka.
—Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana!—excla-