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Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes—en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa—criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.

La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.

—Nos hemos topado en el camino—comenzó Rodion—al ingeniero con su perro...

Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.

—Sí, con su perro... Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más remedio... Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...

—Hasta ahora hemos vivido sin puente y po-