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era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!

Como para halagarle, el tiempo, el día del entierro, fué sombrío, lluvioso, y llevábamos todos chanclos y paraguas.

Varenka asistió al entierro; cuando se colocó, el ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas. Mirándola, me percaté de que las mujeres ucranias, o ríen como locas, o lloran: su humor nunca es tranquilo, sereno.

Confieso que enterrar a gente como Belikov constituye un gran placer. Aunque al volver del cementerio se pintaba en nuestros semblantes la tristeza, como es de rigor en ocasiones semejantes, aquello era una máscara que ocultaba nuestro contento; todos nos sentíamos muy felices, como en nuestra infancia, cuando las personas mayores se ausentaban y nos dejaban por algunas horas o por algunos días en plena libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la libertad, la vaga esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.

Sí; volvimos del cementerio de muy buen humor, esforzándonos en ocultarlo.

Los días se deslizaron. La vida siguió su curso habitual; aquella vida severa, fatigosa, estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones, privada de libertad. La muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos hombres enfundados existían aún so-