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las autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!

—¡Pero si no he dicho una palabra de ellas!—exclamó Kovalenko—. ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los espías.

Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.

—Puede usted decir lo que le dé la gana—contestó, saliendo—. Pero debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas que lamentar, creo de mi deber contárselo todo al señor director.

—¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!

Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y le empujó con tanta fuerza, que te hizo caer y rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fué echarse mano a las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; le habían visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko le había tirado por las escaleras! To-