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Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.

—Siéntese usted—le invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.

Acababa de levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.

Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió a hablar:

—Vengo a verlos a ustedes—dijo—para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que justifique esa abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el contrario, como debe conducirse un hombre bien educado...

Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la conversación.

Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:

—Quiero, además, decirle a usted otra cosa... Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber, en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud...