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muerto se animaba un poco, y le decía a su hijo:

—Juan, ¿has olvidado cómo se coge el cuchillo?

A mí me hablaba con un acento afectado de gran señora.

—Sabrá usted por Juan que hemos vendido la finca. Es sensible, pues le teníamos mucho cariño. Pero Dolchikov ha prometido nombrar a mi hijo jefe de la estación, y seguiremos viviendo aquí... El señor Dolchikov es muy bueno. Y guapo, ¿verdad?

Hasta no mucho tiempo antes, la familia Cheprakov había sido muy rica; pero después de la muerte del general había poco a poco venido a menos. La señora Cheprakov empezó a armar pleitos con sus vecinos, a querellarse por cualquier motivo ante los tribunales, a reñir con los proveedores y los obreros, a quienes no quería pagar. Siempre desconfiada, sospechando siempre que intentaban robarle, su estúpida adminístración dió al cabo al traste con su fortuna. A los pocos años de la muerte del general, Dubechnia se hallaba en un estado desastroso y no parecía la misma finca.

Tras la casa grande había un viejo jardín descuidado, abandonado, cubierto de una vegetación salvaje.

Subí a la terraza, todavía muy hermosa y bien conservada. A través de una puerta vidriera vi una vasta estancia—el salón, a lo que induje—en la que había un piano antiguo y grandes lien-