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kov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka. Solía visitarme para hablar de ella, de la vida de familia, de la extrema importancia del matrimonio. Casi diariamente iba a casa de los hermanos Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbres. Por el contrario, su decisión de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se puso más delgado y más pálido y parecía aún más metido en su funda.

—Bárbara Savichna me gusta—me decía con su leve sonrisa enfermiza—. Harto se me alcanza que todo hombre, debe casarse; pero..., mire usted, todo esto es para mí una gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan inesperado... Hay que pensarlo mucho antes de dar ese paso decisivo...

—¿Para qué pensarlo?—le respondía yo—. ¡Cásese usted, y asunto concluído!

—No; el matrimonio es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que pesar bien todos los deberes que lleva consigo, todas las responsabilidades... De lo contrario, son de temer consecuencias enojosas... Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo... Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su hermano son de una manera de pensar especial... Basta oír sus discusiones... Son demasiado vivas, demasiado violentas... Si me caso con ella, tal vez tenga disgustos. ¡Quién sabe!

Y no se declaraba a Varenka, demorando la declaración todos los días, lo que enojaba mu-