se empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e invitase a Belikov y a Varia.
Hablamos adquirido la certidumbre de que Varenka se casaría gustosísima con Belikov, con tanto más motivo cuanto que no era muy feliz en casa de su hermano, que era un buen muchacho, pero tenía la manía de discutir acerca de todo. Hermano y hermana se pasaban la vida entregados a acaloradas discusiones, que ni en la calle interrumpían. He aquí, por ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón robusto, engalanado con una camisa ucrania bordada, desbordante bajo el sombrero la espesa cabellera, marchaba junto a su hermana, en una mano un paquete de libros, en la otra un grueso bastón, espanto de los perros. Ella también llevaba en la mano unos libros.
—Pero, Miguelito, estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te juro que no lo has leído!—decía ella en voz tan alta, que se le oía desde la otra acera.
—¡Y yo te digo que lo he leído!—gritaba el hermano, golpeando el suelo con el bastón.
—¡Dios mío, no comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una discusión de principios, y debías oírme con calma!
—¡Pero si estoy diciéndote que no he leído ese libro y tú te emperras en lo contrario!...
En casa ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que la presencia de personas extrañas los contuviese.
Era muy natural que a Varia la aburriese