codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias. Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja, ja!
Conocimos a los Kovalenko en un baile que dió el director del colegio con motivo de su cumpleaños. Entre los profesores, de aspecto severo, que se conducían incluso en los bailes como si cumpliesen un penoso deber, aquella señorita parecía una Afrodita, surgida de las espumas del mar. Reía, bailaba, animaba el salón con la música de su voz sonora. Nos cantó algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a todos, sin exceptuar a Belakov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo, con una sonrisa suave:
—La lengua ucrania, por su sonoridad y su melodía, se parece a la lengua griega.
Aquello le halagó a Varenka, que empezó a hablarle, con énfasis y entusiasmo, de su casa en Ucrania; de su madre, que vivía allí; de las sandías, de los pepinos y de otras exquisiteces que se criaban en su huerto. No se criaban por aquí cosas tan exquisitas.
—¡Y si viera usted qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra bella Ucrania!
Oyendo su conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma idea:
—¡Y si los casáramos!—me dijo, por lo bajo, la mujer del director.
Diríase que hasta aquella noche no habíamos parado mientes en el celibato de Belikov. Estábamos asombrados de no haber pensado hasta