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do se acostaba tapábase, hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenia miedo de los ladrones. Toda la noche de atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con sus centenareis de alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.

—¡Dios mío, qué ruido!—decía para justificar su mal humor—. ¡Esto es abominable!

Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de casarse!

Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:

—¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!

—¡No, usted bromea!—contestó Iván Ivanovich.

—¡Palabra de honor! Mire usted cómo fué. Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de Geografía e Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo acompañaba su hermana, llamada Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún, muy moreno, con unas manos enormes; sodio con mirarle se adivinaba que tenía voz de bajo, y, en efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío: "bu-bu-bu..." La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta, morena, de ojos negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy apetitosa. Hablaba por los