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también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche le hacia al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real le irritaba, le asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto le rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. "¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!"—decía con voz suave.

Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y pronunciaba: "¡Antropos!"

Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o cuando un articulo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo