Cuando las hubo acampañado cosa de tres kilómetros, María se despidió de ellas y, postrándose en tierra, empezó a gritar:
—Otra vez estoy sola, pobre cabeza mía, pobre y desgraciada cabeza...
Durante largo rato siguió lamentándose así. Olga y Sacha, muy lejos ya, la veían aún de rodillas, con la cabeza entre las manos, lanzando al viento sus arrebatadas y dolientes palabras.
Iba ya el Sol bastante alto, y hacía calor. Jukov se había quedado muy atrás. Era grato caminar. Olga y Sacha no tardaron en olvidarse de la aldea y de María. Se sentían felices y las recreaba todo. Ya era un cerro, ya eran los postes del telégrafo, cuya fila se perdía en el horizonte y en cuya altura murmuraban misteriosamente los alambres. Pasaron por cerca de una granja, toda verde, de la que se exhalaba un fresco olor a cáñamo. Debían de vivir allí seres dichosos. Un poco más allá, la blancura del esqueleto de un caballo resaltaba sobre el verdor de un prado. Cantaban las alondras, llamábanse las codornices y lanzaban sus gritos metálicos, semejantes al ruido de un cerrojo.
Al mediodía llegaron Olga y Sacha a una gran aldea, donde se toparon con el viejecito ex cocinero del general Jukov. Tenía calor, y su cabeza roja y calva, brillaba al sol. Olga y él no se reconocieron en el primer momento. Cuando ya se habían cruzado, volvieron ambos la cabeza, y, sin decir una palabra, siguieron su camino. Detenién-