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suplicando que se las siguiese. De pie al borde del precipicio, Olga miraba la bahía, el Sol, la iglesia—brillante, se diría que rejuvenecida—, y lloraba. Sentía un ansia irresistible de irse, no le importaba adonde, aunque fuera al fin del mundo. Se había decidido que se fuese a Moscú, a colocarse otra vez de camarera, y que se fuese con ella Kiriak a colocarse de portero o cosa parecida. ¿Cuándo llegaría el día de la marcha, Virgen Santa?...
Apenas entrado el verano, una mañanita Olga y Sacha, llevando unos envoltorios a la espalda y calzadas con zapatos de madera, salieron de la aldea. María las acompañaba. Kiriak estaba enfermo y había demorado su viaje una semana. Por última vez, Olga se persignó mirando a la iglesia. Pensaba en su marido, pero no lloraba. Se pintaba en su rostro una gran tristeza, que le afeaba en extremo. La pobre mujer había envejecido y adelgazado mucho aquel invierno, habita encanecido, su amable sonrisa se había apagado para siempre, su mirada se había tornado opaca, inexpresiva... Dejaba con dolor la aldea. Los campesinos se habían portado muy bien con Nicolás, le habían mandado decir misas delante de sus casas y habían sentido de todo corazón la desgracia. No pocas veces, en el tiempo qué había vivido en aldea, había pensado que la vida de aquella gente era peor que la de las bestias, y había considerado terrible vivir entre ellos. Eran groseros, ruines, sucios, borrachos; no se entendían