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administración comunal, donde nadie se había cuidado de darles de comer, se habían muerto de hambre. También habían sido embargados unos carneros, uno de los cuales se había muerto al ser trasladado de un carro a otro. ¿Quién tenía la culpa de todo aquello?

—¡Las Diputaciones regionales!—dijo Osip—. ¿Es verdad o no?

—Es verdad, es verdad, no hay duda.

Se culpaba a las Diputaciones de todo: de los atrasos, de las malas cosechas... Y nadie sabía a ciencia cierta lo que eran las Diputaciones. Hasta que los campesinos ricos, dueños de fábricas, de almacenes o de mesones, no fueron elegidos miembros de esas asambleas, y dieron en la flor de hablar mal de los susodichos organismos, ningún aldeano los había oído nombrar.

Se lamentaron también los contertulios de que no nevase. Los montones de tierra helada imposibilitaban el transporte de las maderas.

Quince o veinte años atrás, las conversaciones en Jukov eran mucho más interesantes. Los viejos se diría que guardaban algún secreto, que acababan de enterarse de algo, que esperaban algún acontecimiento. Se hablaba de un decreto secreto del zar, del reparto de nuevas tierras, de tesoros, y se aludía a algunas cosas con medias palabras. Ahora no había secreto ni misterio alguno; la vida era clara como el agua, y apenas se podía hablar de otra cosa que de la miseria, la carestía de la harina, la falta de nieve...