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co samovares en fila. El viejo se persignó, puestos los ojos en Battenberg, y dijo:

—¡Antip, por Dios, devuélveme el samovar! ¡Por los clavos de Cristo!

—Dame tres rublos y te lo devolveré.

—¿De dónde quieres que los saque?

Antip inflaba los carrillos. La lumbre silbaba y se reflejaba en los samovares. El viejo, estrujando la gorra, suplicó:

—¡Devuélvemelo!

El baile no parecía moreno, sino negro, y se diría que era un brujo. Se volvió hacia Osip y contestó severo y breve:

—Todo depende de la autoridad regional. En la asamblea administrativa puedes exponer tus quejas, ya por escrito, ya oralmente.

Osip no entendió nada; pero las solemnes palabras del baile le satisficieron, y tornó a su casa.

Diez días después el comisario fué de nuevo a la aldea. Estuvo una hora y se marchó. Hacía viento y frío; el río llevaba ya helado muchos días, pero no nevaba.

Un día de fiesta, los vecinos se reunieron un rato en casa de Osip.

Como era pecado trabajar, no se había encendido la luz, aunque ya había obscurecido. Los temas de la conversación no fueron muy regocijados. A unos campesinos atrasados en el pago de los impuestos se les había embargado las gallinas, y, depositados los pobres animales en la