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dera pues verdeaba la hierba en él por todas partes. A derecha e izquierda veíanse dos pabelloncitos parejos en tamaño y construcción. En uno de ellos, las ventanas estaban cubiertas con tablas, y diríanse unos ojos ciegos. Junto al otro, cuyas ventanas se hallaban abiertas, había ropa secándose al sol, colgada de una cuerda, y se paseaban unos ternerillos. El último poste telegráfico se alzaba dentro del patio, y el hilo penetraba, por una ventana, en uno de los pabellones.

La puerta estaba abierta, y entré. Ante una mesa sobre la que había un aparato de telegrafía estaba sentado un señor de cabello obscuro y rizoso, con una larga blusa blanca.

Levantó la cabeza y me miró severamente; pero en seguida una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Calla! ¿Eres tú, Poloznev?

Yo también le reconocí al punto. Era Iván Cheprakov, mi compañero de Liceo. Le habían expulsado, cuando cursaba segundo año, porque le sorprendieron fumando.

No olvidaré nunca mis excursiones cinegéticas en su compañía. Cazábamos pájaros y luego los vendíamos en el mercado. Acechábamos horas enteras, en otoño, las bandadas que huyendo del frío emigraban a países más cálidos, y hacíamos en ellas estragos valiéndonos de pequeños cartuchos. Muchos de los pobres pájaros heridos morían entre nuestras manos; otros curaban y los vendíamos, haciéndolos pasar por machos aunque no lo fuesen.