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blancas, estaba sentado ante la mesa y escribía. La habitación estaba limpia; cubrían las paredes ilustraciones de periódicos, y en el sitio mas visible, junto a los iconos, había un retrato del general Battenberg. A un lado de la mesa, en pie y cruzado de brazos, se hallaba Antip Sedelnikov.
—Debe, señoría—dijo al llegarle a Osip su turno—, ciento diez y nueve rublos. Antes de Semana Santa pagó uno, y no ha vuelto a pagar ni un copec.
El comisario miró a Osip y le preguntó:
—¿Cómo es eso, hermanito?
—Por el amor de Dios, señoría—contestó Osip, con tono patético—; déjeme su señoría explicarme. El señor Lutoretzky, el año pasado, me dijo: "Osip, vende tu heno..., véndelo." ¿Por qué no? Convinimos el precio...
Empezó a quejarse del baile. A cada momento se volvía a los campesinos, como poniéndolos por testigos. Estaba colorado como un tomate y sudaba a mares. En su mirada penetrante había una expresión malévola.
—No comprendo para qué me cuentas todo eso—le interrumpió el comisario—. Yo sólo te pregunto por qué no pagas los impuestos. No pagáis ninguno, y yo soy el responsable.
—¡No puedo pagar!
—Esas palabras—dijo el baile—no merecen un comento serio. Los Chikildieyev sufren, en efecto, no leves agobios económicos; pero dígnese su se-