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viejo, por un dolor de espalda; la vieja, por, sus preocupaciones y su mala sangre; María, por el miedo; los niños, por la sarna y el hambre.

Fekla empezó a llorar a gritos; pero se contuvo en seguida. Durante un rato oyéronse, de cuando, cuando, sus sollozos, cada vez más débiles, y al cabo se calló.

De hora en hora sonaban las campanadas del reloj; mas no era posible tomarlas en serio. Una hora después de sonar cinco sonaron tres.

—¡Dios mío!—suspiraba el cocinero.

La claridad que entraba por las ventanas no se sabía a punto fijo si era de la Luna o del alba.

María se levantó y salió. Se la oyó ordeñar a la vaca y decir:

—No tengas cuidado.

La vieja salió también. No era de día aún; pero se distinguían todos los objetos. Nicolás, que no había pegado los ojos, se bajó de la chimenea, sacó del cofre verde su frac, se le puso y, acercándose a la ventana, acarició sus mangas y sus faldones, y se sonrió. Luego se lo quitó, lo guardó en el cofre y se acostó de nuevo.

María volvió y se puso a encender la chimenea. No estaba aún despabilada del todo. Acaso recordando un sueño o las historias de la víspera, dijo, desperezándose:

—¡No, la libertad es mejor!