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—¡Hay algunos cocineros...!

Las muchachas, todas sobre la chimenea, miraban abajo, sin pestañear. Parecían un grupo de querubines en una nube. Les gustaban mucho los cuentos y suspiraban, se estremecían, palidecían, ya encantadas, ya temerosas, escuchando. A la vieja, su narradora predilecta, la oían inmóviles, reteniendo el aliento.

Se acostaron todos en silencio. Y los viejos, recién removidos sus recuerdos, pensaban en lo dichoso que se es cuando se es joven, en lo dulce que es el recordar la juventud, aunque no haya sido feliz, en lo que nos espanta la idea de la muerte cuando la sentimos ya acercarse...

Se apagó la luz. El fulgor de la Luna llena, que entraba por las dos ventanas; el silencio sólo turbado por el balanceo de la cuna, hacían pensar en que la vida pasa y no vuelve...

El sueño, el olvido. De pronto, un golpecito en el hombro, un leve soplo en la mejilla. Y el sueño de nuevo y malestar, y la turbadora, la inquietante idea de la muerte. Una vuelta en el lecho, la idea de la muerte huye...; pero otras, tristes, enojosas, acuden: la de la miseria, la del pan cotidiano, la de lo cara que está la harina..., y otra vez el pensamiento amargo de que la vida pasa y no vuelve...

—¡Dios mío!—suspiró el cocinero.

Alguien llamó muy suavemente a la ventana. Sin duda era Fekla. Olga se levantó, y, bostezando, rezando en voz baja, abrió la puerta del