obturaba en parte con la punta del dedo, lo que hacía más sibilante el chorro.
—¡Muy bien, Antip!—le animaban voces aprobatorias—. ¡Muy bien!
Y Antip entraba en el vestíbulo, sin temor al fuego, y gritaba:
—¡Agua, agua, cristianos; haced un esfuerzo! ¡Duro, duro!
Los campesinos, en compacto grupo y mano sobre mano, contemplaban el fuego. Nadie sabia por dónde comenzar, nadie sabía qué hacer... El incendio proyectaba su fulgor siniestro sobre los montones de heno y de trigo, sobre las porchadas, sobre los haces de hierba seca. Kiriak y el viejo Osip, su padre, hallábanse entre los campesinos, borrachos los dos. Y para excusar su pereza, el viejo decía, dirigiéndose a su mujer, sentada en el suelo:
— ¡No hay por qué apurarse! Tenemos la casa asegurada..
Semenovich refería, encarándose ora con uno, ora con otro de los que le rodeaban, cómo había ocurrido el incendio.
—Ese viejecito del envoltorio, antiguo cocinero del general Jukov, que en paz descanse, llegó a casa esta tarde, y me dijo, como acostumbra: "Déjame pasar la noche"... Naturalmente, echamos un trago... Mi mujer se puso a encender el samovar, para ofrecerle al viejecito una taza de te, y tuvo la mala ocurrencia de hacerlo en el vestíbulo. El fuego subió por el tubo, llegó a la paja