calor era sofocante, y la claridad tal, que se veían, como si el Sol las alumbrase, las más menudas briznas de hierba. Sobre uno de los cofres que 9e había conseguido sacar estaba sentada Semenevich, un campesino rojo y narigudo, con la boina calada hasta las orejas. Su mujer gemía tendida en el suelo y casi sin conocimiento. Un viejo octogenario, exiguo y barbudo como un gnomo, vecino de una aldea próxima, se paseaba, destocado y con un envoltorio blanco en la mano. El fulgor del incendio brillaba en su cabeza calva. El baile Antip Sedelnikov, moreno, de cabellos negros— un verdadero cíngaro—, se acercó a la casa hacha en mano, y destrozó a hachazos, una tras otra, todas las ventanas, no se sabe con qué objeto. Después la emprendió con la escalinata.
—¡Agua, mujeres!—gritaba—. ¡Acercad la bomba! ¡Daos prisa!
Los campesinos, que momentos antes empinaban el codo en el mesón, arrastraban la bomba, borrachos perdidos, dando traspiés, haciendo eses y con las lágrimas en los ojos.
—¡Bribones, agua!—les gritaba el baile, no menos borracho que ellos—. ¡Trabajad, picaros!
Las mujeres y las muchachas corrían a la fuente, llenaban de agua jarros y cántaros, los vaciaban en la bomba y volaban por agua de nuevo. Olga, María, Sacha y Motka tomaron parte en la faena. Numerosos chiquillos trabajaban en el manejo de la bomba. El baile dirigía la manga, ya hacia la puerta, ya hacia las ventanas, y la