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—Padrecito—se lamentó una vieja de elevada estatura, la hermana de Iván Makarich—, no sabemos nada de él.

—Estaba de servicio en el teatro de Omóm; pero he oído decir últimamente que tenía una colocación fuera de la ciudad... Ha envejecido mucho. Antes había veranos en que se sacaba hasta diez rublos diarios; pero ahora los negocios se han echado a perder, y además está tan cansado...

Las mujeres miraban los pies de Nicolás, calzados con botas de fieltro, y su cara pálida, le decían plañideras:

—¡No puedes ya trabajar, Nicolás Osipich! Decirte otra, cosa sería mañana...

Y todos acariciaba a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas; curtidas por la intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella, rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja, como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.

—Sabe leer—dijo Olga, contemplándola con ternura—. Léenos algo, hijita...

Buscó el Evangelio, se lo dió, y continuó rogándole:

—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.

El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a convento.