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Fekla, morena, los cabellos sueltos, fresca y robusta como una muchacha, se lanzó al agua, cuya superficie empezó a azotar con los pies, levantando un blanco hervor de espumas.

—¡Es terrible!—repitió María.

Por debajo de unas no muy sólidas tablas, colocadas a través del río, nadaban en el agua pura y transparente numerosos mujoles. El rocío brillaba en los verdes matorrales reflejados en la corriente. ¡Qué espléndida mañana! ¡Qué feliz seríase en el mundo si no existiera la miseria, terrible, implacable, de la que no había manera de hurtarse! Una simple mirada atrás evocaba todo lo ocurrido la víspera, y el encanto de bienandanza flotante alrededor desaparecía como por ensalmo.

Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta, sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no empezaba hasta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.

Cuando el sacerdote comenzaba a leer el Evangelio se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero. Su aparición impresionó agradablemente a Olga, que se dio cuenta al punto de su condición comme il faut. María los miraba de reojo, con gesto sombrío, como si