los recién llegados habían encontrado sentada en la chimenea—se echó a llorar.
—¡Bah!... ¿Os va a matar, tontas?—exclamó Fekla, hermosa mujer, corpulenta y fuerte también.
El viejo contó que a María le daba miedo vivir con Kiriak en el bosque, y que el guarda, cuando se emborrachaba, iba a buscarla, armaba escándalo y la vapuleaba.
—¡Maaaría!—oyóse gritar en la puerta.
—¡En nombre de Jesucristo, defendedme, tened piedad de mí!—balbuceaba María, trémula, tiritante, como bajo una ducha helada—. ¡Por favor, defendedme!
Todos los chiquillos prorrumpieron en llanto, y Sacha, mirándoles, también se echó a llorar. Se oyó toser al borracho, y un gran mujik, cuya cabeza cubría una gorra de piel, y cuya faz, de barba negra, parecía terrible a la débil luz de la lamparrilla, entró en la habitación. Era Kiriak. Se acercó a su mujer y, sin decir palabra, le dio un puñetazo en las narices. Ella, silenciosa, aturdida, inclinó la cabeza y empezó a sangrar copiosamente.
—¡Qué vergüenza!—murmuró el viejo—. ¡Delante de los huéspedes! ¡Qué pecado!
La vieja, encorvada, pensativa, callaba. Fekla balanceaba la cuna...
Orgulloso del susto que les había dado a todos, Kiriak cogió a María por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como una fiera, para parecer aún más terrible; pero en aquel mo-