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sin dinero y, por añadidura, con la impedimenta de su hija y su mujer.

—¿Dónde está mi hermano Kiriak?—preguntó, acabados los saludos.

—Está de guardabosque en casa de un comerciante—contestó el padre—. Es buen muchacho, pero demasiado bebedor.

—¡De poco nos sirve!—se lamentó la vieja—. Son unos tarambanas estos mujiks. Se llevan de casa más que traen. A Kiriak le gusta beber; pero el viejo tampoco le hace ascos a la bebida, y no hay que décir que conoce el camino del mesón. ¿No clama al cielo esto?....

Hicieron te en el samovar, en honor de los recién llegados. El te—que olía a pescado—, el azúcar gris, el pan, la vajilla, eran desagradables; también lo eran los temas de la conversación: miserias, enfermedaides... No habían acabado aún la primera taza, cuando se oyó de pronto en el patio una voz de borracho que gritaba:

—¡María!

—Juraría que es Kiriak. Cuando se habla del lobo...

Todos callaron. Momentos después volvió a oírse la misma voz áspera y como subterránea:

—¡Maaaría!...

María, da mayor de las nueras, palideció y se agazapó contra la chimemea. El espanto en el rostro de aquella mujer, fea y corpulenta, de aspecto varonil, resultaba cómico. Su hija—la niña a quien