—Vamos, ¿no me acompañas?— preguntó una vez más Chechevitzin.
—Sí, me voy... contigo.
—Bueno; vístete. Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin epezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió, en fin, a Volodia, darle todo el marfil, y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase.
Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosisimo, arrostraba todo peligro, y rugía como un león o como un tigre auténticos.
Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia, con los ojos arrasados en lágrimas, dijo:
—¡Qué miedo tengo! Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaren en la cuadra, en la granja, en el jardín; se les hizo buscar después en la aldea vecina; todo fué en vano.
A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud, y lloraba.
Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación.