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Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje; tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber jin, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta, los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia «mi hermano, rostro pálido», en tanto que Volodia llamaba a su amigo «Montigomo, Garra de Buitre».

—No hay que decirle nada a mamá—dijo Katia al oído de Sonia, mientras se acostaban—. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá, no le dejarán ir a América.

Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo, y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:

—¡Perdóname, Dios mío! Soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mi pobre, de mi desgraciada mamá!

Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse, abrazó largamente y con efusión a su madre, a su