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les dijese algo. Se frotó, con aire solemne, las manos, tosió, miró severamente a Katia, y preguntó:
—¿Ha leído usted a Mine-Rid?
— No... Dígame: ¿Sabe usted patinar?
Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló, como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:
—Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.
Tras un nuevo silencio, añadió:
—Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.
—¿Y qué es eso?
—Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?
—El señor Chechevitzin.
— No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.
Las niñas, que no habían comprendido nada, le miraron con respeto y un poco de miedo.
Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. El y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos, y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos.
Por la noche, cuando los muchachos sé fueron a acostar, acercáronse de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios, lo que supieron!