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Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado, pero un instante después volvía de nuevo a entusiasmarse.

El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacia las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron á examinar una de las cartas.

—Por de pronto a Perm— decía muy quedo Chechevitzin—. De allí a Tumen... Después a Tomsk... Después... Espera... Eso es, de Tomsk a Kamchatka... En Kamchatka nos meteremos en una canoa, y atravesaremos el estrecho de Bering; y henos ya en América. Allí hay muchas fieras...

—¿Y California?—preguntó Volodia.

—California está más al Sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.

Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas, y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se encontró, durante algunos minutos, completamente solo con ellas. La cortesía más elemental exigía que