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que si le preguntaban algo, sufría un ligero sobresalto, y rogaba que le repitiesen la pregunta.

Las niñas habian observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba, y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento ninguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar, y dijo:

—En California se bebe jin en vez de té.

También él hallábase absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.

Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa, y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y, aun a veces, con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba:

—¿Quién ha cogido mis tijeras? ¿Has sido tú, Ivan Nicolayevich?

—¡Dios mío!— se indignaba Ivan Nicolayevich con voz llorosa—. ¡Hasta de tijeras me privan!