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repitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!

Un cuarto de hora más tarde, Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacia calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.

—¡Bueno, ya llegan las Navidades!— dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo—.¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora, hete ya de velta... Señor Chivisev, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, os lo ruego. Está usted en su casa.

Las tres hermanas de Volodia—Katia, Sonia y Macha—, de las que la mayor no tenia más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenia la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido tomar por un pillete.

Su actitud era triste; guardaba un constante silencio, y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándole, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones,