—¡Volodia ha llegado!— gritó alguien en el patio.
—¡El niño Volodia ha llegado!—repitió la criada Natalia, irrumpiendo ruidosamente en el comedor—, ¡Ya está ahí!
Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, veíanse unos amplios trineos arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.
Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos, rojas, con los dedos casi helados, no le obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.
Su madre y su tía le estrecharon, hasta casi ahogarle, entre sus brazos.
—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?
La criada Natalia había caído a sus pies, y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanza-