ella. Esta indiferencia le hacía muy desgraciado. Se daba clara cuenta de que no debía esperar nada.
A veces, en plena lección, empezaba a soñar, a proyectar cosas audaces. Con frecuencia llegaba a decidirse a hacerle una declaración de amor. Pero en cuanto ponía los ojos en su rostro frío e imperturbable, sus pensamientos amorosos se extinguían como la llama de una vela al soplo de un viento glacial.
Una vez, estando ella a punto de partir, la detuvo, y, anheloso, loco, balbuceó:
—Dos palabras... dos palabras no más... ¡La amo a ust|ed! La amo de tal modo...
Ella palideció—probablemente temerosa de que, tras aquella declaración, se acabaran las lecciones, y con ellas, los rublos—, y, con el espanto en los ojos, dijo:
—¡No; eso, no! ¡Se lo ruego; eso, no!
Vorotov no durmió en toda la noche. Estaba avergonzado. Creía haber ofendido a la señorita Alicia, y temía que no volviese. Determinó escribirle pidiéndole perdón y rogándole que continuase sus lecciones.
Pero ella volvió sin necesidad de eso. Al principio parecía un poco cohibida. Después abrió el libro y empezó a traducir, como siempre, muy de prisa y disparatando: «¡Oh señor, mi caro amigo; no desgarréis esas flores que yo quiero dar a la señorita, mi hija.»
Continúa siendo muy exacta. Llega a las siete en punto, y se va, sonando las ocho.
Ha traducido ya cuatro libros; pero Vorotov, sal-