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sin abrir. Gente rica, hasta intelectual, dormía en alcobas angostas, se acostaba en camas de madera llenas de chinches; los cuartos de los niños eran verdaderas pocilgas; la servidumbre dormía en la cocina, sin más lecho que el suelo, y se abrigaba con harapos. La alimentación era mala y poco abundante en la mayoría de las casas.

En el Consejo Municipal, en el Gobierno, en el Palacio Episcopal se hablaba sin cesar de la necesidad de dotar de aguas a la ciudad, donde las que había eran escasas y malsanas; pero se tropezaba con la falta de dinero. Sin embargo, había entre nosotros millonarios que perdían en una sola noche miles de rublos en el juego y que también ellos bebían agua insalubre, sin ocurrírseles síquiera hacer un pequeño sacrificio pecuniario en beneficio de la población.

Yo no podía concebirlo: estando en su mano favorecer la ciudad con notables mejoras, ponían el grito en el cielo porque el Gobierno le negaba un crédito al Ayuntamiento.

Entre todos los vecinos que yo conocía no había un hombre honrado. Mi padre recibía subvenciones, y se figuraba que se las daban por su bella cara; los estudiantes, para que los profesores no los tratasen con demasiada severidad en los exámenes, solicitaban de ellos clases particulares, que les pagaban carísimas; la señora del gobernador militar recibía fuertes sumas por que su marido librase a los mozos del servicio, y además se hacía llevar los mejores vinos y tomaba