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los ojos, se puso a jugar nerviosamente con su fina cadena de oro. Al verla así, Vorotov comprendió que el rublo que le pagaba por lección tenia para ella una gran importancia, y que le seria muy sensible el perderlo.

—Debo decirle—balbuceó aún más confuso, y volviendo a meterse el sobre en el bolsillo—que... Excúseme; me veo en la precisión de dejarla sola diez minutos.

Y, simulando que no tenía, ni por asomo, la intención de despedirla, sino que le pedía simplemente permiso para retirarse unos momentos, salió a la habitación inmediata y permaneció diez minutos en ella.

Volvió a entrar, más confuso aún, seguro de que su ficción se había adivinado.

Se reanudaron las lecciones.

Vorotov no ponía en ellas ningún entusiasmo. En la certeza de que no servirían para nada, las dejó al arbitrio de la señorita Alicia, y no volvió a hacerle preguntas. Ella traducía presurosa, sin detenerse, diez páginas por hora. Vorotov no la escuchaba, y se limitaba a examinar con disimulo sus cabellos rizados, su ebúrneo cuello, sus finas manos blancas, y a respirar el perfume que desprendía.

A veces, pensamientos frívolos le asaltaban, y se avergonzaba de ellos; a veces se dolía de que la muchacha se mantuviese con él en una actitud tan fría y reservada; la faz, impasible. Y no sabía cómo componérselas para inspirarle algo de confianza, para entablar con ella relaciones de amistad y de-