gua francesa tiene veintiséis letras. La primera se llama a; la segunda, b...».
—Perdóneme—la interrumpió Vorotov sonrindo—. Debo prevenirle que conmigo necesitará usted cambiar un poco su método, dado que, mire... conozco bien el latín y el griego, y he estudiado, además, filología comparada. Me parece que podríamos prescindir de ese manual, y empezar a leer a algún autor francés.
Y comenzó a explicarle cómo estudian las personas adultas las lenguas extranjeras.
—Un amigo mío—dijo—, colocando ante sí el Evangelio en francés, en alemán y en latín, los leía paralelamente, traduciendo con cuidado cada palabra. Y, de este modo, consiguió su objeto en menos de un año. Si le parece a usted bien, procederemos de igual suerte. Cojamos cualquier autor francés, y leámosle.
La señorita Alicia le miró con asombro. Evidentemente la proposición de Vorotov le parecía muy ingenua, incluso estúpida. Pero, puesto que no era un chico a quien se le podía mandar, sino una persona mayor, se contentó con encogerse ligeramente de hombros, y dijo:
—Como usted quiera.
Vorotov buscó en su biblioteca, y halló un libro francés muy usado.
—¿Este?—preguntó.
—Es igual.
—Entonces comencemos, con la ayuda de Dios. Lo primero el título. «Memoires.»