longar la conversación, le pidió amistosamente algunas noticias relativas a ella: dónde estaban sus padres, dónde había hecho sus estudios y de qué vivía.
La señorita Alicia, conservando siempre la expresión impasible y atareada, respondió que había hecho sus estudios en una escuela privada, y obtenido un diploma de institutriz; que había perdido hacía muy poco a su padre, víctima de la escarlatina, y que su madre fabricaba y vendía flores artificiales.
—Y usted, ¿tiene mucho trabajo?
—Por la mañana doy lecciones en un colegio de niñas, y por las tardes, en casas particulares.
Se fué, dejando tras ella un perfume leve y exquisito.
Vorotov, luego que partió, parecía muy distraído y no trabajaba. «Está muy bien—pensaba—que muchachas como ésta sean económicamente independientes. Pero, por otra parte, es sensible que se consuman en la lucha por la existencia jóvenes tan bonitas y tan elegantes como la señorita Alicia.»
No había visto nunca francesas virtuosas, y pensó que aquella elegante muchacha, tan bien vestida, de espléndidos hombros, tendría, además de las lecciones, alguna otra ocupación.
La tarde siguiente, a las siete menos cinco, la señorita Alicia se presentó, roja de frío. Sin preámbulo alguno abrió un manual de la lengua francesa, que llevaba consigo, y comenzó en el acto: «La len-