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Momentos después entró en el gabinete una muchacha, vestida con suma distinción y conforme a la última moda. Se presentó como profesora de francés.

—Me llamo Alicia Osipovna Anket. Me envía su amigo Petrov.

—¿Petrov? ¡Me alegro mucho! ¡Tenga la bondad de sentarse!—dijo Vorotov, tapando con la mano el cuello de su camisa de dormir, y tosiendo.

Y empezaron a hablar de las condiciones. Mientras hablaban, Vorotov observaba a hurtadillas a la muchacha. Era una verdadera francesa, muy joven y elegante. A juzgar por la lánguida palidez del rostro y por el talle fino, esbelto, no se le podían suponer más de diez y ocho años; pero, parando mientes en sus ojos severos y en sus anchos hombros, Vorotov se dijo que debía de tener veintitrés o quizá veinticinco. Después le pareció de nuevo que sólo tenía diez y ocho. Su expresión era la fría y atareada de un hombre que ha venido a hablar de negocios. Desde el principio al fin de la conversación permaneció impasible, sin sonreír ni fruncir las cejas. Sólo manifestó un ligero asombro cuando se enteró de que era el mismo Vorotov quien había de ser su discípulo: suponía que se la llamaba para dar lecciones a algún niño.

—¡Entonces, convenido, Alicia Osipovna!—le dijo Vorotov—. Trabajaremos todas las tardes de siete a ocho. Acepto sus condiciones: un rublo por lección.

Le ofreció té o café, pero ella no aceptó. Para pro-