saba—. Tengo que cuidarme el estómago... Antes de marcharme iré a ver a Smirnov... ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó, ante sus ojos soñolientos, formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo.
La señora leía: «Valentín. No, permitidme que me vaya. Ana (Asustada.) ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obliguéis a que os diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decíroslas! Ana (Tras una corta pausa.) No, no podéis partir!...»
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña, que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita, como una botella, y desapareció después, con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido, para mi alma seca, como una lluvia bienhechora! Pero ¡ay!, es demasiado tarde. Soy víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.